Edición #2Garabato

Teléfono descompuesto

Mario nunca entendió por qué dejó de llamar a su madre cada semana. No es que hubiese sido siempre un hijo ejemplar a ese respecto, pero siempre había sentido una conexión especial con su progenitora, un espacio común en el que ambos sentían que podían entrever lo bueno y frágil en el centro de cada uno, esa necesidad exasperante y desesperada de ser queridos que los hacía echar por la borda todo deseo y toda preocupación por lo propio y tirarse al vacío de servir a los demás a cambio de la efímera esperanza de que alguien reconociese el esfuerzo sobrehumano de eliminarse a sí mismo por hacer feliz al prójimo.
A veces a Mario le entraba la sospecha de que no era del todo altruista y bondadoso ese dejo de su carácter, ni sincera la sonrisa soleada de pasta dentífrica que le regalaba a quien se le pusiese enfrente. Tampoco es que su madre fuera amable con cualquiera sin discreción. En más de una ocasión le tocó ver cómo trataba, con un gélido escepticismo de fina y distinguida señora latinoamericana, a la gente que más quería en ese nuevo país de inviernos insoportablemente largos y veranos de húmedos desmayos que había aprendido a llamar su hogar. Era en esos momentos en los que recordaba hasta qué punto le parecía mezquino ese lado hipócrita de su familia, de la que jamás oiría una crítica abierta ni una queja, pero que se encargaba de entrelazar cualquier protesta de rigor en el telar de charlas, chismes y pequeños gestos que conformaban la red de información familiar, un intercambio de nada y de todo, en el que cualquier desacuerdo llegaba de manera soslayada y a destiempo a oídos de su destinatario, aunque muchas veces fuese demasiado tarde para regresar el favor y enviar la respuesta de rigor por el descompuesto teléfono familiar.
Era por eso que le daba una risa tremenda cuando los compañeros de la universidad sucumbían al error de creer en la bondad natural del latinoamericano. “Son tan cálidos, me siento más a gusto en América Latina”, le decía más de uno. Sin embargo optaba mejor por callar y no opinar, seguro de que ya llegaría el día en que aprenderían a leer el código – consistente en un bajón de tono aquí o un comentario inocente por allá – que delataba los verdaderos sentimientos del interlocutor. “Allá ellos”, se decía a sí mismo y disparaba la sonrisa atómica que lo caracterizaba. Por cierto eso era algo que le preocupaba mucho últimamente. ¿Qué tal si su familia – su madre, sus hermanos, los primos – pensaban que era un pesado insoportable y no le decían nada por la misma cortesía, indestructible como el más denso concreto, que le impedía a él abrirse con sus compañeros? ¿Hasta qué punto podía confiar en los cumplidos a su comida cuando sus padres venían a verlo unas semanas, o en la manera como sus hermanos siempre solían darle la razón cuando soltaba alguna de sus sabidurías de cafecito dominguero cuando chateaban por la red?
Aún así, algo había cambiado esta primera vez que le visitaban no sólo sus padres, sino también sus hermanos y se quedaban en su casa casi un mes. O quizás simplemente había olvidado lo que significaba no estar a la orilla sino atreverse a dar el paso y caer en el mullido tejido familiar que entrelazaban todos con tanta dedicación. No lograba acordarse de ni un solo momento en el que se hubiese sentido ajeno durante la visita, incluso con su manía de tomarse su espacio y abandonar a los demás a ratos, cosa que era tolerada de manera tácita y sin comentarios. Tampoco podía decir que no había sido agotador el estar juntos tantos días seguidos, pero sí que lo había fortalecido el sentir que lo aceptaban como uno de los suyos, por mucho que hubiese cambiado en todos estos años de vivir en esta tierra de solitarios, lejos del cobijo familiar.
En contraste, era exasperante a veces cómo gente que acababa de conocer en su nueva tierra seguía preguntándole de dónde venía, como si él tuviese otra respuesta que dar, después de tantos años, más que un “de acá, por supuesto”, aunque nadie se lo creyese ni creyese que él podría llegar a ser de acá, con su piel oscura y su sonrisa atómica que lo delataba como un impostor a los ojos de la mayoría. Y no es que no perteneciese. Había logrado hacerse de su burbuja y acomodarse en ella con sus amistades – su familia de rebote, como les llamaba – y estaba muy a gusto en ella. Pero lo otro también le faltaba. Fue así como, poco a poco, se le fue metiendo el hilito del tejido familiar y fue luego de esa última visita que volvió a coger el teléfono y a disfrutar el escuchar la voz de su madre, como si nunca se hubiese ido y fuese todavía el de ayer, o el de allá.

Hugo Rivera Mendoza

ciudad de Guatemala 1972 , reside en Viena desde 1990. Licenciado en Comunicación Transcultural por la Universidad de Viena. Se dedica a la gestión de proyectos en el área de desarrollo rural en una empresa consultora con sede en Austria y a los estudios de Máster en interpretación y en diferencias culturales y procesos transnacionales en la Universidad de Viena

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5 comentarios en “Teléfono descompuesto

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