[:es]Alberto Salcedo Ramos*
Uno de los escritores más renombrados de Latinoamérica y gran cronista de la casa, Alberto Salcedo Ramos, ganó el premio Ortega y Gasset y a la Excelencia de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) por La travesía de Wikdi, esta gran crónica que escribió para SoHo sobre un niño que vive en Chocó y que debe caminar cinco horas diarias para ir y volver a su escuela.
Esos recorridos de Wikdi han tenido como escenario desde masacres de paramilitares hasta el riesgo de enfrentarse a los animales de la selva.
En la áspera trocha de ocho kilómetros que separa a Wikdi de su escuela se han desnucado decenas de burros. Allí, además, los paramilitares han torturado y asesinado a muchas personas. Sin embargo, Wikdi no se detiene a pensar en lo peligrosa que es esa senda atestada de piedras, barro seco y maleza. Si lo hiciera, se moriría de susto y no podría estudiar. En la caminata de ida y vuelta entre su rancho, localizado en el resguardo indígena de Arquía, y su colegio, ubicado en el municipio de Unguía, emplea cinco horas diarias. Así que siempre afronta la travesía con el mismo aspecto tranquilo que exhibe ahora, mientras cierra la corredera de su morral.
Son las 4:35 de la mañana. En enero la temperatura suele ser de extremos en esta zona del Darién chocoano: ardiente durante el día y gélida durante la madrugada. Wikdi —trece años, cuerpo menudo— tirita de frío. Hace un instante le dijo a Prisciliano, su padre, que prefiere bañarse de noche. En este momento ambos especulan sobre lo helado que debe de haber amanecido el río Arquía.
—Menos mal que nos bañamos anoche —dice el padre.
—Esta noche volvemos al río —contesta el hijo.
Diagonal adonde ellos se encuentran, un perro se acerca al fogón de leña emplazado en el suelo de tierra. Arquea el lomo contra uno de los ladrillos del brasero, y allí se queda recostado absorbiendo el calor. Prisciliano le pregunta a su hijo si guardó el cuaderno de geografía en el morral. El niño asiente con la cabeza, dice que ya se sabe de memoria la ubicación de América. El padre mira su reloj y se dirige a mí.
—Cinco menos veinte —dice.
Luego agrega que Wikdi ya debería ir andando hacia el colegio. Lo que pasa, explica, es que en esta época clarea casi a las seis de la mañana y a él no le gusta que el muchachito transite por ese camino tan anochecido. Hace unos minutos, cuando él y yo éramos los únicos ocupantes despiertos del rancho, Prisciliano me contó que el nacimiento de Wikdi, el mayor de sus cinco hijos, sucedió en una madrugada tan oscura como esta. Fue el 13 de mayo de 1998. A Ana Cecilia, su mujer, le sobrevinieron los dolores de parto un poco antes de las tres de la mañana. Así que él, fiel a un antiguo precepto de su etnia, corrió a avisarles a los padres de ambos. Los cuatro abuelos se plantaron alrededor de la cama, cada uno con un candil encendido entre las manos. Entonces fue como si de repente todos los kunas mayores, muertos o vivos, conocidos o desconocidos, hubieran convertido la noche en día solo para despejarle el horizonte al nuevo miembro de la familia. Por eso Prisciliano cree que a los seres de su raza siempre los recibe la aurora, así el mundo se encuentre sumergido en las tinieblas. Eso sí —concluye con aire reflexivo—: aunque lleven la claridad por dentro arriesgan demasiado cuando se internan por la trocha de Arquía en medio de tamaña negrura.
Prisciliano —treinta y ocho años, cuerpo menudo— espera que el sacrificio que está haciendo su hijo valga la pena. Él cree que en la Institución Educativa Agrícola de Unguía el niño desarrollará habilidades prácticas muy útiles para su comunidad, como aplicar vacunas veterinarias o manejar fertilizantes. Además, al culminar el bachillerato en ese colegio de “libres” seguramente hablará mejor el idioma español. Para los indígenas kunas, “libres” son todas aquellas personas que no pertenecen a su etnia.
—El colegio está lejos —dice— pero no hay ninguno cerca. El que tenemos nosotros aquí en el resguardo solo llega hasta quinto grado, y Wikdi ya está en séptimo.
—La única opción es cursar el bachillerato en Unguía.
—Así es. Ahí me gradué yo también.
Prisciliano advierte que con el favor de Papatumadi —es decir, Dios— Wikdi estudiará para convertirse en profesor una vez termine su ciclo de secundaria.
—Nunca le he insinuado que elija esa opción —aclara—. Él vio el ejemplo en casa porque yo soy profesor de la escuela de Arquía.
¿Podrá Wikdi abrirse paso en la vida con los conocimientos que adquiera en el colegio de los “libres”? Es algo que está por verse, responde Prisciliano. Quizá se enriquecerá al asimilar ciertos códigos del mundo ilustrado, ese mundo que se encuentra más allá de la selva y el mar que aíslan a sus hermanos. Se acercará a la nación blanca y a la nación negra. De ese modo contribuirá a ensanchar los confines de su propia comarca. Se documentará sobre la historia de Colombia, y así podrá, al menos, averiguar en qué momento se obstruyeron los caminos que vinculaban a los kunas con el resto del país. Estudiará el Álgebra de Baldor, se aprenderá los nombres de algunas penínsulas, oirá mencionar a Don Quijote de la Mancha. Después, transformado ya en profesor, les transmitirá sus conocimientos a las futuras generaciones. Entonces será como si otra vez, por cuenta de los saberes de un predecesor, brotara la aurora en medio de la noche.
—Las cinco y todavía oscuro —dice ahora Prisciliano.
Anabelkis, su cuñada, ya está despierta: hierve café en el mismo fogón en el que hace un momento tomaba calor el perro. Su marido intenta tranquilizar al bebé recién nacido de ambos, que llora a moco tendido. Nadie más falta por levantarse, pues Ana Cecilia y los otros hijos de Prisciliano durmieron anoche en Turbo, Antioquia. En el radio suena una conocida canción de despecho interpretada por Darío Gómez.
Ya lo ves me tiré el matrimonio
y ya te la jugué de verdad
fuiste mala, ay, demasiado mala
pero en esta vida todo hay que aguantar.
El fogón es ahora una hoguera que esparce su resplandor por todo el recinto. Cantan los gallos, rebuznan los burros. En el rancho ha empezado a bullir la nueva jornada. Más allá siguen reinando las tinieblas. Pareciera que en ninguna de las 61 casas restantes del cabildo se hubiera encendido un solo candil. Eso sí: cualquiera que haya nacido aquí sabe que, a esta hora, la mayoría de los 582 habitantes de la comarca ya está en pie.
Wikdi le dice hasta luego a Prisciliano en su lengua nativa (“¡kusalmalo!”), y comienza a caminar a través del pasillo que le van abriendo los cuatro perros de la familia.
***
Hemos caminado por entre un riachuelo como de treinta centímetros de profundidad. Hemos atravesado un puente roto sobre una quebrada sin agua. Hemos escalado una pendiente cuyas rocas enormes casi no dejan espacio para introducir el pie. Hemos cruzado un trecho de barro revestido de huellas endurecidas: pezuñas, garras, pisadas humanas. Hemos bajado por una cuesta invadida de guijarros filosos que parecen a punto de desfondarnos las botas. Ahora nos aprestamos a vadear una cañada repleta de peñascos resbaladizos. Un vistazo a la izquierda, otro a la derecha. Ni modo, toca pisar encima de estas piedras recubiertas de cieno. Me asalta una idea pavorosa: aquí es fácil caer y romperse la columna. A Wikdi, es evidente, no lo atormentan estos recelos de nosotros los “libres”: zambulle las manos en el agua, se remoja los brazos y el rostro.
Hace hora y media salimos de Arquía. La temperatura ha subido, calculo, a unos 38 grados centígrados. Todavía nos falta una hora de viaje para llegar al colegio, y luego Wikdi deberá hacer el recorrido inverso hasta su rancho. Cinco horas diarias de travesía: se dice muy fácil, pero créanme: hay que vivir la experiencia en carne propia para entender de qué les estoy hablando. En esta trocha —me contó Jáider Durán, exfuncionario del municipio de Unguía— los caballos se hunden hasta la barriga y hay que desenterrarlos halándolos con sogas. Algunos se estropean, otros mueren. Unos zapatos primorosos de esos que usa cierta gente en la ciudad —unos Converse, por ejemplo— ya se me habrían desbaratado. Aquí los pedruscos afilados taladran la suela. El caminante siente las punzadas en las plantas de los pies aunque calce botas pantaneras como las que tengo en este momento.
—¡Qué sed! —le digo a Wikdi.
—¿Usted no trajo agua?
—No.
—Apenas nos faltan tres puentes para llegar al pueblo.
Agradezco en silencio que Wikdi tenga la cortesía de intentar consolarme. Entonces él, tras esbozar una sonrisa candorosa, corrige la información que acaba de suministrarme.
—No, mentiras: faltan son cuatro puentes.
En la gran urbe en la que habito, mencionar a un niño indígena que gasta cinco horas diarias caminando para poder asistir a la escuela es referirse al protagonista de un episodio bucólico. ¡Qué quijotada, por Dios, qué historias tan románticas las que florecen en nuestro país! Pero acá, en el barro de la realidad, al sentir los rigores de la travesía, al observar las carencias de los personajes implicados, uno entiende que no se encuentra frente a una anécdota sino frente a un drama. Visto desde lejos, un camino de herradura en el Chocó o en cualquier otro lugar de la periferia colombiana es mero paisaje. Visto desde cerca es símbolo de discriminación. Además se transforma en pesadilla. Cuando la trocha se sale de la foto de Google y aparece debajo de uno, es un monstruo que hiere los pies. Produce quemazón entre los dedos, acalambra los músculos gemelos. Extenúa, asfixia, maltrata. Sin embargo, Wikdi luce fresco. Tiene la piel cubierta de arena pero se ve entero. Le pregunto si está cansado.
—No.
—¿Tienes sed?
—Tampoco.
Wikdi calla, y así, en silencio, se adelanta un par de metros. Luego, sin mirarme, dice que lo que tiene es hambre porque hoy se vino sin desayunar.
—¿Cuántas veces vas a clases sin desayunar?
—Yo voy sin desayunar, pero en el colegio dan un refrigerio.
—Entonces comes cuando llegues.
—El año pasado era que daban refrigerio. Este año no dan nada.
Captada en su propio ambiente, digo, la historia que estoy contando suscita tanta admiración como tristeza. Y susto: aquí los paramilitares han matado a muchísimas personas. Hubo un tiempo en el que adentrarse en estos parajes equivalía a firmar anticipadamente el acta de defunción. El camino quedó abandonado y fue arrasado por la maleza en varios tramos. Todavía hoy existen partes cerradas. Así que nos ha tocado desviarnos y avanzar, sin permiso de nadie, por el interior de algunas fincas paralelas. Doy un vistazo panorámico, tanteo la magnitud de nuestra soledad. En este instante no hay en el mundo un blanco más fácil que nosotros. Si nos saliera al paso un paramilitar dispuesto a exterminarnos, lo conseguiría sin necesidad de despeinarse. Sobrevivir en la trocha de Arquía, después de todo, es un simple acto de fe. Y por eso, supongo, Wikdi permanece a salvo al final de cada caminata: él nunca teme lo peor.
—Faltan dos puentes —dice.
Solo una vez se ha sentido en riesgo. Caminaba distraído por un atajo cuando divisó, de improviso, una culebra que iba arrastrándose muy cerca de él. Se asustó, pensó en devolverse. También estuvo a punto de saltar por encima del animal. Al final no hizo ni lo uno ni lo otro, sino que se quedó inmóvil viendo cómo la serpiente se alejaba.
—¿Por qué te quedaste quieto cuando viste la culebra?
—Me quedé así.
—Sí, pero ¿por qué?
—Yo me quedé quieto y la culebra se fue.
—¿Tú sabes por qué se fue la culebra?
—Porque yo me quedé quieto.
—¿Y cómo supiste que si te quedabas quieto la culebra se iría?
—No sé.
—¿Tu papá te enseñó eso?
—No.
Deduzco que Wikdi, fiel a su casta, vive en armonía con el universo que le correspondió. Él, por ejemplo, marcha sin balancear los brazos hacia atrás y hacia adelante, como hacemos nosotros, los “libres”. Al llevar los brazos pegados al cuerpo evita gastar más energías de las necesarias. Deduzco también que tanto Wikdi como los demás integrantes de su comunidad son capaces de mantenerse firmes porque ven más allá de donde termina el horizonte. Si se sentaran bajo la copa de un árbol a dolerse del camino, si solo tuvieran en cuenta la aspereza de la travesía y sus peligros, no llegarían a ninguna parte.
—¿Tú por qué estás estudiando?
—Porque quiero ser profesor.
—¿Profesor de qué?
—De inglés y de matemáticas.
—¿Y eso para qué?
—Para que mis alumnos aprendan.
—¿Quiénes van a ser tus alumnos?
—Los niños de Arquía.
Deduzco, además, que para hacer camino al andar como proponía el poeta Antonio Machado, conviene tener una feliz dosis de ignorancia. Que es justamente lo que sucede con Wikdi. Él desconoce las amenazas que representan los paramilitares, y no se plantea la posibilidad de convertirse, al final de tanto esfuerzo, en una de las víctimas del desempleo que afecta a su departamento. En el Chocó, según un informe de las Naciones Unidas que será publicado a finales de este mes, el 54% de los habitantes sobrevive gracias a una ocupación informal. Allí, en el año 2002, el 20% de la población devengaba menos de dos dólares diarios. En esta misma región donde nos encontramos, a propósito, se presentó en 2007 una emergencia por desnutrición infantil que ocasionó la muerte de doce niños. Wikdi, insisto, no se detiene a pensar en tales problemas. Y en eso radica parte de la fuerza con la que sus pies talla 35 devoran el mundo.
—Ese es el último puente —dice, mientras me dirige una mirada astuta.
—¿El que está sobre el río Unguía?
—Sí, ese. Ahí mismito está el pueblo.
***
La Institución Educativa Agrícola de Unguía, fundada en 1961, ha forjado ebanistas, costureras, microempresarios avícolas. Pero hoy el taller de carpintería se encuentra cerrado, no hay ni una sola máquina de modistería y tampoco sobrevive ningún pollo de engorde. Supuestamente, aquí enseñan a criar conejos; sin embargo, la última vez que los estudiantes vieron un conejo fue hace ocho años. Tampoco quedan cuyes ni patos. En los 18 salones de clases abundan las sillas inservibles: están desfondadas, o cojas, o sin brazos. La sección de informática causa tanto pesar como indignación: los computadores son prehistóricos, no tienen puerto de memoria USB sino ranuras para disquetes que ya desaparecieron del mercado. Apenas cinco funcionan a medias. Recorrer las instalaciones del colegio es hacer un inventario de desastres.
—Este año no hemos podido darles a los estudiantes su refrigerio diario —dice Benigno Murillo, el rector—. El Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, que es el que nos ayuda en ese campo, nos mandó un oficio informándonos que volverá a dar la merienda en marzo. Hemos tenido que reducir la duración de las clases y finalizar las jornadas más temprano. ¡Usted no se imagina la cantidad de muchachos que vienen sin desayunar!
Ahora los estudiantes del grupo Séptimo A van entrando atropelladamente al salón. Se sientan, sacan sus cuadernos. En el colegio nadie conoce a nuestro personaje como Wikdi: acá le llaman ‘Anderson’, el nombre alterno que le puso su padre para que encajara con menos tropiezos en el ámbito de los “libres”.
—Anderson —dice el profesor de geografía—: ¿trajo la tarea?
Mientras el niño le muestra el trabajo al profesor, reviso mi teléfono celular. Está sin señal, un trasto inútil que durante la travesía solo me ha funcionado como reloj despertador. La “aldea global” que los pontífices de la comunicación exaltan desde los tiempos de McLuhan, sigue teniendo más de aldea que de global. En el mundo civilizado vamos a remolque de la tecnología; en estos parajes atrasados la tecnología va a remolque de nosotros. Allá, en las grandes ciudades, al otro lado de la selva y el mar, el hombre acorta las distancias sin necesidad de moverse un milímetro. Acá toca calzarse las botas y ponerle el pecho al viaje.
—América es el segundo continente en extensión —lee el profesor en el cuaderno de Anderson.
Se me viene a la mente una palabra que desecho en seguida porque me parece gastada por el abuso: ‘odisea’. Para entrar en este lugar de la costa pacífica colombiana que parece enclavado en el recodo más hermético del planeta, toca apretar las mandíbulas y asumir riesgos. El trayecto entre mi casa y el salón en el cual me encuentro este martes ha sido uno de los más arduos de mi vida: el domingo por la mañana abordé un avión comercial de Bogotá a Medellín. La tarde de ese mismo día viajé a Carepa —Urabá antioqueño— en una avioneta que mi compañero de viaje, el fotógrafo Camilo Rozo, describió como “una pequeña buseta con alas”. En seguida tomé un taxi que, una hora después, me dejó en Turbo. El lunes madrugué a embarcarme, junto con veintitrés pasajeros más, en una lancha veloz que se abrió paso en el enfurecido mar a través de olas de tres metros de alto. Atravesé el caudaloso río Atrato, surqué la Ciénaga de Unguía, hice en caballo el viaje de ida hacia el resguardo de los kunas. Y hoy caminé con Wikdi, durante dos horas y media, por la trocha de Arquía.
El profesor sigue hablando:
—Chocó, nuestro departamento, es un puntito en el mapa de América.
¡Ah, si bastara con figurar en el Atlas Universal para ser tenido en cuenta! Estas lejuras de pobres nunca les han interesado a los indolentes gobernantes nuestros, y por eso los paramilitares están al mando. En la práctica ellos son los patronos y los legisladores reconocidos por la gente. ¿Cómo se podría romper el círculo vicioso del atraso? En parte con educación, supongo. Pero entonces vuelvo al documento de las Naciones Unidas. Según el censo de 2005, Chocó tiene la segunda tasa de analfabetismo más alta en Colombia entre la población de 15 a 24 años: 9,47%. Un estudio de 2009 determinó que en el departamento uno de cada dos niños que terminan la educación primaria no continúa la secundaria. En este punto pienso, además, en un dato que parece una mofa de la dura realidad: el comandante de los paramilitares en el área es apodado ‘el Profe’.
Anderson regresa sonriente a su silla. Me pregunto adónde lo llevará el camino al final del ciclo académico. Su profesora Eyda Luz Valencia, que fue quien lo bautizó con el nombre de “libre”, cree que llegará lejos porque es despabilado y tiene buen juicio a la hora de tomar decisiones. Existen razones para vaticinar que no será un ‘profe’ siniestro como el de los paramilitares, sino un profesor sabio como su padre, capaz de improvisar una aurora aunque la noche esté perdida en las tinieblas.
*Alberto Salcedo Ramos (Barranquilla -COL-, 1963). Comunicador social periodista de la Universidad Autónoma del Caribe, Barranquilla, Colombia. Ha trabajado en varios periódicos y revistas, como El Universal y El Espectador Es considerado uno de los mejores periodistas narrativos latinoamericanos.
Sus crónicas han aparecido en revistas como SoHo, El Malpensante y Arcadia (Colombia), Gatopardo y Hoja por hoja (México), y Etiqueta Negra (Perú). Es autor de varios libros, entre ellos “El Oro y la Oscuridad. La vida gloriosa y trágica de Kid Pambelé” (Random House Mondadori, 2005), y “De un hombre obligado a levantarse con el pie derecho” (Ediciones Aurora, 1999 y 2005). Salcedo Ramos ha ganado, entre otras distinciones, el Premio Internacional de Periodismo Rey de España y el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar (cuatro veces).
Fotos: Camilo Rozo
(Bogotá, Colombia 1971). Inició sus estudios de fotografía a los 16 años con el maestro Hernando Oliveros. Ha cursado estudios de reportería y retrato en el Camden Community College y Bromley C.C de la ciudad de Londres y en el ICP de Nueva York. Ganó la Fotomaratón de Bogotá 2003 en categoría profesional y se ha desempeñado como fotógrafo para diversos medios como Revista SoHo, Revista El Librero, Rolling Stone Magazine, Revista Gatopardo. Ha publicado los libros Bogotá Bizarra, Sail Cartagena 2006 y Un Vallenato Nueve Senderos. El fotógrafo, especializado en deportes de alto riesgo, es parte de la agencia Red Bull Photofiles en Austria.
http://camilorozo.com/es/[:de]Alberto Salcedo Ramos*/ Übersetzung von Erhard Stackl
Auf dem acht Kilometer langen, holprigen Pfad, der zwischen Wikdis Zuhause und seiner Schule liegt, haben sich schon dutzende Esel das Genick gebrochen. Etliche Menschen sind in dieser Gegend von Paramilitärs gefoltert und getötet worden. Wikdi hält sich nicht damit auf, darüber nachzudenken,wie gefährlich dieser mit scharfen Steinen, ausgetrocknetem Schlamm und Gestrüpp übersäte Weg ist. Täte er es, würde er sich zu Tode fürchten und nichts lernen können. Für den Hin- und Rückweg zwischen seinem Dorf im indigenen Reservat von Arquía und der Schule in der Gemeinde Unguía braucht er jeden Tag fünf Stunden. Er geht diesen Weg aber immer ruhig an, wie auch jetzt, da er eben seinen Rucksack packt.
Es ist 4:35 Uhr früh. Im Januar pflegen die Temperaturen im Darién, einem großen Waldgebiet des Departamentos Chocó im äußersten Nordwesten Kolumbiens, extrem auszuschlagen. Tagsüber ist es glühend heiß, am frühen Morgen eiskalt. Wikdi – 13 Jahre alt, zierlich, nur mit Jeans und T-Shirt bekleidet – zittert vor Kälte. Soeben hat er seinem Vater Prisciliano gesagt, dass er lieber erst am Abend baden wolle. Beide überlegen nun, ob die Morgenkälte den Arquía-Fluss vereist haben könnte.
„Gut, dass wir gestern Abend gebadet haben“, sagt der Vater.
„Heute Abend gehen wir wieder zum Fluss“, antwortet der Sohn.
Nun nähert sich ein Hund dem Lagerfeuer aus Holzscheiten, die auf dem Boden aufgeschichtet sind. Er drückt seinen gewölbten Rücken an einen Stein der Feuerstelle und genießt die Wärme. Prisciliano fragt seinen Sohn, ob er das Geografie-Heft in den Rucksack gesteckt habe. Der Junge bejaht und fügt hinzu, dass er sich auf der Amerikakarte schon zurechtfinde. Der Vater schaut auf seine Uhr und wendet sich an mich.
„Zwanzig vor fünf“, sagt er.
Dann erklärt er mir, dass Wikdi sich bereits auf den Weg zur Schule machen sollte. Um diese Jahreszeit werde es aber erst um sechs hell. Er sehe es ungern, wenn der Kleine, sein „Muchachito“, im Finstern unterwegs sei. Wenige Minuten zuvor, als er und ich die einzigen bereits wachen Menschen im Dorf waren, erzählte mir Prisciliano von Wikdis Geburt. Das älteste seiner fünf Kinder kam am 13. Mai 1998 zur Welt, in einer Nacht, die so finster war wie diese. Bei Ana Cecilia, seiner Frau, setzten die Wehen kurz vor drei Uhr früh ein. Einem alten Gebot seines Volks gehorchend lief er los, um beide Eltern zu benachrichtigen. Die vier Großeltern stellten sich rund um das Bett auf, jeder hatte eine Öllampe in der Hand. Es war, als ob plötzlich alle erwachsenen Kunas, die lebenden und die toten, die bekannten und die unbekannten, die Nacht zum Tag gemacht hätten, um den Horizont für die Ankunft eines neuen Familienmitglieds zu erhellen. Prisciliano versichert, dass die Angehörigen seines Volkes deshalb immer von der Morgenröte umgeben sind, auch wenn der Rest der Welt in Dunkelheit verharrt.
Prisciliano – 38 Jahre alt und ebenfalls von zierlicher Gestalt – hofft, dass das Opfer, das sein Sohn auf sich nimmt, die Mühe auch wert ist. Er erwartet, dass der Junge in der Landwirtschaftsschule von Unguía praktische Fähigkeiten entwickeln wird, die seiner Gemeinschaft nützlich sind, wie Tiere zu impfen oder mit Düngemitteln umzugehen. Nach der Reifeprüfung in dieser Schule der „Libres“, der „Freien“, werde er sicherlich auch besser Spanisch sprechen. Für die Kunas, eine auf dem Staatsgebiet von Panama und Kolumbien lebende kleine Ethnie, zählen zu den „Libres“ alle, die nicht ihrer Volksgruppe angehören.
„Die Schule ist weit“, sagt Prisciliano, „aber es gibt keine nähere. Die Schule, die wir hier im Dorf haben, reicht nur bis zur fünften Stufe, doch Wikdi ist schon in der siebten. Die einzige Möglichkeit besteht darin, die Schule in Unguía zu besuchen. So ist das. Auch ich habe diese Schule absolviert.“
Prisciliano hofft, dass Wikdi nach dem Schulabschluss mit der Hilfe von Papatumadi – das heißt Gott – weiterstudieren könne, um Lehrer zu werden. „Ich habe ihm nie nahegelegt, sich so zu entscheiden“, versichert er. „Wikdi hat aber daheim ein Beispiel vor sich, weil ich der Lehrer der Schule von Arquía bin.“
Werden sich für Wikdi mit den in der Schule der „Freien“ erworbenen Kenntnissen neue Lebenschancen eröffnen? Das müsse man abwarten, antwortet Prisciliano. Vielleicht werde es ihn bereichern, gewisse Verhaltenscodes der gebildeten Welt anzunehmen. Er spricht von jener Welt, die sich jenseits von Urwald und Meer erstreckt, während sie hier isoliert leben. Wikdi werde sich dem weißen Volk und dem schwarzen annähern. Auf diese Weise werde er seine eigenen Grenzen erweitern. Er werde sich über die Geschichte Kolumbiens unterrichten und dabei vielleicht ergründen, in welchem Augenblick die Wege versperrt wurden, mit denen die Kunas und der Rest des Landes früher verbunden waren. Er werde die Algebra Arturo Baldors studieren (ein in Lateinamerika weit verbreitetes Mathematikbuch), er werde die Namen einiger Inseln lernen und Don Quijote de la Mancha erwähnt hören. Später, schon Lehrer geworden, werde er sein Wissen künftigen Generationen vermitteln. Es werde also nochmals so sein, dass sich – durch die Weisheit der Vorfahren – mitten in der Nacht die Morgenröte zeigt.
„Es ist fünf und noch immer finster“, sagt Prisciliano jetzt.
Anabelkis, seine Schwägerin, ist schon wach: Sie kocht Kaffee auf derselben Feuerstelle, an der sich kurz davor der Hund gewärmt hatte. Ihr Mann versucht, ihr Neugeborenes zu beruhigen, das Rotz und Wasser heult. Jetzt ist die Familie für heute komplett, weil Priscilianos Frau Ana Cecilia und die anderen Kinder die Nacht in der Stadt Turbo im Departamento Antioquia verbracht haben. Im Radio erklingt das bekannte Lied eines Herzensbrechers, gesungen von Darío Gómez:
Ya lo ves me tiré el matrimonio
y ya te la jugué de verdad
fuiste mala, ay, demasiado mala
pero en esta vida todo hay que aguantar.
Siehst du, ich habe meine Ehe ruiniert,
ich hab’ dich schon wirklich verspielt
Du warst schlecht zu mir, ach so schlecht
Aber in diesem Leben muss man alles aushalten
Die Kochstelle ist jetzt ein Freudenfeuer, das gesamte Gelände wird erhellt. Es krähen die Hähne, die Esel schreien. In der Siedlung regt sich der neue Tag. Rundum herrscht noch Finsternis. Man hat den Eindruck, als ob in keiner der anderen 61 Hütten der Gemeinde eine Lampe brennt. Aber jeder, der hier geboren ist, weiß, dass um diese Stunde die Mehrheit der 582 Einwohner bereits auf den Beinen ist.
Wikdi verabschiedet sich in seiner Muttersprache mit „Kusalmalo“ von Prisciliano und macht sich auf den Weg, zuerst durch das Spalier, das die vier Hunde der Familie für ihn gebildet haben.
***
Wir sind durch einen dreißig Zentimeter tiefen Bach gewatet. Wir haben auf einer morschen Brücke ein ausgetrocknetes Flussbett überquert. Wir haben eine Steigung erklommen, auf der riesige Steine lagen, zwischen denen kaum Platz war, einen Fuß aufzusetzen. Wir haben ein lehmiges Wegstück hinter uns, von eingetrockneten Spuren übersät: Hufe, Klauen und menschliche Fußabdrücke. Wir sind einen Hang mit spitzem Geröll hinuntergegangen, das uns die Schuhe ruinierte. Jetzt machen wir uns bereit, einen Bach zu durchwaten, der voll schlüpfriger Steine ist. Ein Blick nach links, ein Blick nach rechts. Es hilft nichts, man muss über die von Schlick überzogenen Steine steigen. Mich überkommt ein entsetzlicher Gedanke: Hier kann man sich leicht das Kreuz brechen. Wikdi wird vom Argwohn der „Libres“ offenbar nicht gequält. Er taucht die Hände ins Wasser, benetzt Arme und Gesicht.
Vor eineinhalb Stunden sind wir von Arquía aufgebrochen. Die Temperatur ist gestiegen, auf etwa 38 Grad, schätze ich. Bis zur Schule ist es noch eine Stunde, und später wird Wikdi den Weg in sein Dorf wieder zurückgehen müssen. Täglich fünf Stunden unterwegs – das sagt sich leicht, aber glaubt mir: Man muss diese Erfahrung selbst gemacht haben, um zu verstehen, wovon ich spreche. Auf diesem Pfad, so erzählte mir Jáider Durán, ein ehemaliger Gemeindebediensteter von Unguía, versinken Pferde bis zum Bauch im Schlamm und man muss sie mit Seilen herausziehen. Manche verletzen sich, andere sterben. Ein Paar schöner Schuhe, wie sie die Städter tragen – von Converse, zum Beispiel – habe ich schon ruiniert. Scharfkantige Steine durchbohren die Sohlen. Der Wanderer spürt die Stiche in den Fußsohlen auch dann, wenn er robuste Gummistiefel trägt, wie ich sie jetzt anhabe.
„Durst!“, sage ich zu Wikdi.
„Haben Sie kein Wasser mitgenommen?“
„Nein.“
„Es fehlen nur noch drei Brücken bis zum Ort.“
Ich danke still dafür, dass mich Wikdi höflich zu trösten versucht. Dann korrigiert er sich.
„Nein, gelogen: Es sind noch vier Brücken.“
Wenn man in der Großstadt, in der ich lebe, von einem indigenen Jungen erzählte, der täglich fünf Stunden geht, um die Schule zu besuchen, dann wäre er der Held einer idyllischen Geschichte. Mein Gott, welch eine Donquichotterie, was für romantische Geschichten in unserem Land doch blühen! Aber hier, im realen Schlamm, wo man die Härten des Marsches spürt und die Mängel sieht, unter denen die Menschen leiden, versteht man, dass es nicht um eine hübsche Anekdote geht, sondern um ein Drama. Aus der Ferne denkt man bei einem Pfad in El Chocó oder einem anderen entlegenen Landesteil Kolumbiens nur an die schöne Landschaft. Aus der Nähe wird der Weg zu einem Symbol der Diskriminierung. Außerdem verwandelt er sich in einen Albtraum. Sobald der Pfad nicht bloß ein Foto auf Google ist, sondern real vor einem erscheint, ist er ein Monster, das einem die Füße verletzt. Es erzeugt wunde Stellen zwischen den Zehen und Krämpfe in den Hüftmuskeln. Es erschöpft und misshandelt, raubt einem den Atem. Doch Wikdi schaut frisch aus. Seine Haut ist mit Staub bedeckt, aber sonst ist er unversehrt. Ich frage ihn, ob er müde ist.
„Nein.“
„Hast du Durst?“
„Auch nicht.“
Wikdi schweigt und geht einige Meter weiter. Dann sagt er, ohne mich anzusehen, dass er Hunger habe, weil er ohne Frühstück losgezogen sei.
„Wie oft gehst du ohne Frühstück in die Schule?“
„Ich gehe ohne Frühstück, aber in der Schule gibt man uns einen Imbiss.“
„Du isst also nach deiner Ankunft etwas?“
„Vergangenes Jahr haben sie uns einen Imbiss gegeben. Dieses Jahr geben sie uns nichts.“
Wenn man diese Geschichte in ihrem eigenen Umfeld erlebt, dann löst sie, so meine ich, Bewunderung aus, aber auch Traurigkeit. Und Angst: Hier haben Paramilitärs schon viele Menschen umgebracht. [Diese illegalen bewaffneten Gruppen nehmen in Chocó, wie es in einem Bericht von Kolumbiens ökumenischer „Kirchenkommission für Gerechtigkeit und Frieden“ [1]heißt, von Indigenen bewohnte Gebiete in Besitz, um sie für den Bergbau zu erschließen – Anmerkung des Herausgebers.]
Es gab eine Zeit, in der der Versuch, in dieses Gebiet einzudringen, der vorzeitigen Ausfertigung des eigenen Totenscheins gleichgekommen wäre. Der Weg wurde aufgegeben und an mehreren Stellen von Unkraut überwuchert. Auch jetzt noch sind Teile unwegsam. Wir mussten Umwege machen und, ohne dazu die Erlaubnis zu haben, das Gelände einiger Landgüter queren. Ich schaute mich in der Landschaft um und sondierte das Ausmaß unserer Einsamkeit. In diesem Augenblick hätte es kein leichteres Ziel als uns gegeben. Falls uns einer der Paramilitärs begegnet wäre, hätte er uns mühelos beseitigen können. Das Überleben ist auf dem Arquía-Pfad letztlich Glaubenssache. Und deshalb steht Wikdi, wie ich vermute, den Marsch bis zum Ende durch: Er fürchtet nie, dass das Schlimmste eintreten könnte.
„Es fehlen noch zwei Brücken“, sagt er.
Nur einmal habe er sich in Gefahr befunden. Gedankenverloren hatte er eine Abkürzung genommen, als er vor sich eine Schlange kriechen sah. Er erschrak und wollte umkehren. Dann war er nah daran, über das Tier hinwegzuspringen. Schließlich machte er weder das eine noch das andere, sondern wartete regungslos, bis sich das Reptil davonschlängelte.
„Warum bist du still geblieben, als du die Schlange gesehen hast?“
„Ich blieb einfach so.“
„Ja, aber warum?“
„Ich blieb still und die Schlange verschwand.“
„Weißt du, warum die Schlange verschwunden ist?“
„Weil ich still geblieben bin.“
„Und wieso hast du gewusst, dass die Schlange verschwinden wird, wenn du still bleibst?“
„Keine Ahnung.“
„Hat dir dein Vater das beigebracht?“
„Nein.“
Ich schließe daraus, dass Wikdi mit dem Universum in Harmonie lebt, wie das seinem Stamm entspricht. Er geht zum Beispiel, ohne bei jedem Schritt den entgegengesetzten Arm nach vorn zu schwingen, wie wir „Libres“ das tun. Wenn er geht, bleiben seine Arme an den Körper gepresst, um keine Energie zu verschwenden. Zu meinen Überlegungen gehört auch, dass Wikdi und die Angehörigen seiner Gemeinschaft so unerschütterlich sind, weil sie über den Horizont hinaus blicken. Wenn sie sich nur voll Selbstmitleid in den Schatten eines Baumes setzten, wenn sie nur an die Anstrengungen und Gefahren des Wegs dächten, dann würden sie nirgendwohin kommen.
„Warum lernst du so eifrig?“
„Weil ich Lehrer werden will.“
„In welchen Fächern?“
„Englisch und Mathematik.“
„Und warum das?“
„Damit meine Schüler etwas lernen.“
„Und wer werden deine Schüler sein?“
„Die Kinder von Arquía.“
Weiter überlege ich, dass für den Weg, der laut dem berühmten Vers des spanischen Dichters Antonio Machado für den Wanderer „beim Gehen entsteht“, eine gewisse Dosis glücklicher Unwissenheit von Vorteil ist. Das ist auch bei Wikdi der Fall. Er weiß nichts von der Bedrohung durch die Paramilitärs und er denkt nicht an die Möglichkeit, dass er sich, nach all seinen Anstrengungen, in die Schar der Arbeitslosen einreihen könnte, die es in diesem Departamento gibt. Im Chocó überleben laut einer UNO-Studie 54 Prozent der Bewohner nur dank informeller Arbeit (ohne Anstellung oder sonstige Sicherheit). 2002 verdienten hier 20 Prozent weniger als zwei Dollar pro Tag (und lagen damit unter der Armutsgrenze). In dieser Region, in der wir uns gerade befinden, gab es 2007 eine Hungersnot, bei der zwölf Kinder an Unterernährung starben. Wikdi – und das möchte ich betonen – hält sich nicht damit auf, an solche Probleme zu denken. Und von daher kommt ein Teil jener Kraft, mit der seine Füße der Schuhgröße 35 die Welt erobern.
„Das ist die letzte Brücke“, sagt er, während er mir einen schlauen Blick zuwirft.
„Die Brücke über den Unguía-Fluss?“
„Ja, die. Gleich kommt das Dorf.“
Die 1961 gegründete Landwirtschaftsschule von Unguía hat Möbeltischler, Näherinnen und Hühnerzüchter ausgebildet. Aber heute ist die Tischlerei geschlossen, es gibt keine Nähmaschinen mehr und auch keine Masthühner. Angeblich gibt es noch einen Kurs für Kaninchenzucht, aber ein Kaninchen haben die Schüler und Schülerinnen hier das letzte Mal vor acht Jahren gesehen. Es gibt auch keine Meerschweinchen oder Enten. Überfluss herrscht in den 18 Klassenzimmern dagegen an kaputten Stühlen: Manche sind ohne Sitzfläche, andere wacklig oder ohne Lehnen. Die Informatik-Abteilung erregt zugleich Mitleid und Empörung: Die Computer sind prähistorisch, sie haben keine USB-Anschlüsse, sondern Schlitze für Disketten, die schon längst vom Markt verschwunden sind. Gerade noch fünf Computer funktionieren halbwegs. Wer die Einrichtungen dieser Schule überprüft, nimmt damit das Inventar einer Katastrophe auf.
„Dieses Jahr war es uns nicht möglich, den Schülern und den Schülerinnen eine tägliche Mahlzeit zu geben“, sagt Benigno Murillo, der Schuldirektor. „Das kolumbianische Institut für Familienwohlfahrt, das uns in diesem Bereich unterstützt, hat offiziell mitgeteilt, dass es ab März wieder eine Schulspeisung geben wird. Wir mussten inzwischen die Unterrichtsdauer reduzieren und den Arbeitstag früher beenden. Sie machen sich keine Vorstellung davon, wie viele der Muchachos ohne Frühstück herkommen!“
Jetzt betreten die Schülerinnen und Schüler der 7 A rasch ihr Klassenzimmer. Sie setzen sich und holen die Hefte heraus. In der Schule kennt niemand unsere Hauptperson als „Wikdi“: Hier wird er „Anderson“ genannt. Diesen Zweitnamen hat ihm sein Vater gegeben, damit er sich in die Welt der „Freien“ besser einfügen kann.
„Anderson“, fragt ihn der Geografie-Lehrer, „hast du deine Aufgabe mitgebracht?“
Während der Junge dem Lehrer seine Hausaufgabe zeigt, kontrolliere ich mein Mobiltelefon. Es hat keine Verbindung. Auf der ganzen Reise hat es mir nur als Wecker gedient. Das „globale Dorf“, das von den Kommunikationspäpsten seit den Zeiten Marshall McLuhans[2] gepriesen wird, ist noch immer mehr Dorf als global. In der zivilisierten Welt befinden wir uns im Schlepptau der Technologie; in diesen unterentwickelten Gebieten folgt die Technologie uns im Schlepptau nach. Dort, in den großen Städten, auf der anderen Seite von Wald und Meer, überwindet der Mensch die Distanzen, ohne dass er sich selbst einen Millimeter bewegen muss. Hier muss man Stiefel anziehen und sich den Herausforderungen des Weges stellen.
„Amerika ist flächenmäßig der zweitgrößte Kontinent“, liest der Lehrer, „El Profesor“, in Andersons Heft.
Es kommt mir ein Wort in den Sinn, das ich gleich wieder verwerfe, weil es mir durch übermäßige Verwendung als verbraucht erscheint: Odyssee. Um diesen Ort an der Pazifikküste Kolumbiens zu erreichen, der in der entlegensten Ecke des Planeten zu liegen scheint, muss man die Zähne zusammenbeißen und Risiken auf sich nehmen.
Die Reise von meinem Wohnort bis zu der Schulklasse, in der ich mich jetzt befinde, war eine der beschwerlichsten meines Lebens. Sie begann schon am Sonntagmorgen, als ich ein Linienflugzeug von Bogotá nach Medellín bestieg. Am Nachmittag des gleichen Tages flog ich in einem Kleinflugzeug, das ein Mitreisender als „Minibus mit Flügeln“ bezeichnete, nach Carepa in Urabá, einer Subregion des Departamentos Antioquia. Dort nahm ich sofort ein Taxi, das mich in einer Stunde nach Turbo am Golf von Urabá brachte.
Am Montag stand ich früh auf, um, gemeinsam mit 23 weiteren Passagieren, an Bord eines Schnellboots zu gehen, das sich durch die tosenden, drei Meter hohen Wellen des karibischen Meers einen Weg bahnte. Die Landenge zwischen karibischem Atlantik und dem Pazifik querend, befuhr ich dann den wasserreichen Rio Atrato und glitt danach über den Ciénaga-See von Unguía. Von diesem Ort aus machte ich mich zu Pferd zum Reservat der Kunas auf. Und heute bewältigte ich zusammen mit Wikdi in zweieinhalb Stunden den Arquía-Pfad.
„El Profesor“ spricht weiter: „Chocó, unser Departamento, ist auf der Amerikakarte nur ein kleiner Punkt.“
Ach, wenn es schon genügte, im Atlas aufzuscheinen, um wahrgenommen zu werden! Diese abgelegenen, armen Gegenden haben unsere teilnahmslosen Regierenden noch nie interessiert und deshalb haben dort die Paramilitärs das Sagen. Praktisch sind ja sie in den Augen der Leute die Arbeit- und Gesetzgeber. Wie lässt sich dieser Teufelskreis der Rückständigkeit durchbrechen? Zum Teil durch Bildung, vermute ich. Aber ich komme nochmals auf die Untersuchung der UNO zurück. Laut der Volkszählung von 2005 weist Chocó beim Analphabetismus der 15- bis 24-Jährigen die zweithöchste Rate Kolumbiens auf: 9,47 Prozent. Und eine Studie aus dem Jahr 2009 ergab, dass in diesem Departamento jedes zweite Kind nach der Grundschule keine weiterführende besuchte.
An dieser Stelle fällt mir ein, was mir angesichts der harten Realität wie Hohn erscheint: Der „Comandante“ der Paramilitärs dieser Region trägt den Spitznamen „El Profe“.
Anderson/Wikdi kehrt lächelnd auf seinen Platz zurück. Ich frage mich, was mit ihm nach dem Schulabschluss geschehen wird. Seine Professorin Eyda Luz Valencia, die ihn mit dem Namen Anderson bei den „Freien“ aufgenommen hat, glaubt, dass er es weit bringen werde, weil er aufgeweckt ist und, wenn es darauf ankommt, ein gutes Entscheidungsvermögen hat. Es besteht die Hoffnung, dass er kein böser „Profe“ wie jener der Paramilitärs sein wird, sondern ein weiser wie sein eigener Vater, der imstande ist, eine Morgenröte zu improvisieren, auch wenn die Nacht noch in tiefer Finsternis versunken ist.
[1] Comisión Intereclesial de Justicia y Paz:
kolumbianische Christlich-ökumenische Menschenrechtsorganisation mit Sitz in Bogotá
http://justiciaypazcolombia.com/Nuestra-Identidad
[2]Herbert Marshall McLuhan (1911 bis 1980) war ein kanadischer Philosoph und Kommunikationstheoretiker. Er ist einer der Begründer der Medientheorie, die angesichts der neuen Kommunikationsmöglichkeiten die Welt zum „globalen Dorf“ erklärte.
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*Alberto Salcedo Ramos (Barranquilla -COL-, 1963). Comunicador social periodista de la Universidad Autónoma del Caribe, Barranquilla, Colombia. Ha trabajado en varios periódicos y revistas, como El Universal y El Espectador Es considerado uno de los mejores periodistas narrativos latinoamericanos.
Sus crónicas han aparecido en revistas como SoHo, El Malpensante y Arcadia (Colombia), Gatopardo y Hoja por hoja (México), y Etiqueta Negra (Perú). Es autor de varios libros, entre ellos “El Oro y la Oscuridad. La vida gloriosa y trágica de Kid Pambelé” (Random House Mondadori, 2005), y “De un hombre obligado a levantarse con el pie derecho” (Ediciones Aurora, 1999 y 2005). Salcedo Ramos ha ganado, entre otras distinciones, el Premio Internacional de Periodismo Rey de España y el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar (cuatro veces).
Fotos Seite 68-79: Camilo Rozo
(Bogotá, Colombia 1971). Inició sus estudios de fotografía a los 16 años con el maestro Hernando Oliveros. Ha cursado estudios de reportería y retrato en el Camden Community College y Bromley C.C de la ciudad de Londres y en el ICP de Nueva York. Ganó la Fotomaratón de Bogotá 2003 en categoría profesional y se ha desempeñado como fotógrafo para diversos medios como Revista SoHo, Revista El Librero, Rolling Stone Magazine, Revista Gatopardo. Ha publicado los libros Bogotá Bizarra, Sail Cartagena 2006 y Un Vallenato Nueve Senderos. El fotógrafo, especializado en deportes de alto riesgo, es parte de la agencia Red Bull Photofiles en Austria.
http://camilorozo.com/es/[:]